jueves, 18 de febrero de 2016

Palestina

Palestina, entre la ocupación y el apartheid

Mientras persista esta política se seguirán produciendo nuevos ciclos de protestas y violencia


La prolongada ocupación israelí de los territorios palestinos aleja la solución de los dos Estados y la implantación del Estado palestino. Un Estado binacional emerge como tercera posibilidad, pero choca con la intransigencia del gobierno de Israel. Los ciclos de violencia y sufrimiento perduran en la región, ocupada desde 1967. Por José Abu-Tarbush (*)


La prolongada ocupación colonial de los territorios palestinos en 1967, sin perspectivas de resolución a corto ni a medio plazo, no es ninguna novedad. Antes bien, parece haberse transformado en la normalidad o, dicho con mayor precisión, en el intento por normalizar una situación tan anómala como la ocupación militar israelí, que perdura desde hace unas cinco décadas. 

Nada indica que esta situación vaya a cambiar sustancialmente en los próximos años. Es de temer, por tanto, que la ocupación alcanzará su medio siglo de existencia en 2017. 

Esto significa que no se implementará la solución de los dos Estados, ni tampoco se materializará el proclamado y crecientemente reconocido Estado palestino. 
  
Negativa israelí 
  
La previsión de este escenario descansa, fundamentalmente, en la manifiesta y sistemática negativa de Tel Aviv a poner fin a su ocupación militar. Por si quedaba alguna duda, el propio Netanyahu se encargó de disiparla durante los ataques a la Franja de Gaza en el verano de 2014. Entonces manifestó que nunca aceptaría un Estado palestino plenamente soberano en Cisjordania. No se refería a una supuesta desmilitarización, sino a que no tenía cabida otra entidad estatal —con existencia soberana e independiente— al oeste del río Jordán que no fuera la israelí. Su rechazo a un Estado palestino fue reiterado durante la pasada campaña electoral israelí, en marzo de 2015. 
  
Por primera vez el primer ministro israelí dejaba de decir en público una cosa y, luego, hacer otra o la contraria. Entonces afirmó sin ambages lo que realmente pensaba y hacía: retener los territorios palestinos y continuar su incesante colonización. Esta política de asentamientos socava la base territorial de un futuro Estado palestino e imposibilita la solución de los dos Estados que, cabe recordar, es la opción que mayor consenso político y jurídico posee en la sociedad internacional. 
  
El secretario de Estado norteamericano, John Kerry, advirtió en 2013 que el tiempo para implementar dicha solución se agotaba, apenas quedaba uno o dos años a lo sumo. Luego sería inviable. Ese tiempo ya ha pasado.  Más recientemente, en diciembre de 2015, reiteró que la persistencia de la ocupación israelí conducía a un Estado binacional. Aunque Washington no respalda esta opción, advertía sobre la deriva israelí al prolongar su ocupación y persistir en la colonización del territorito palestino con la multiplicación de los asentamientos y el número de colonos (incrementado en unos 300.000 en Jerusalén Este y cerca de 400.000 en Cisjordania, donde podría elevarse a 600.000 en 2019). 
  
Ni dos Estados, ni uno binacional 
  
Paradójicamente, cuanto más apoyo ha cobrado en la escena internacional la denominada solución de los dos Estados más se aleja su implementación. En el ámbito político y diplomático Palestina adquirió un nuevo estatus en la ONU como Estado observador no miembro en noviembre de 2012; y el Estado palestino, ceñido a las fronteras de 1967, ha sido reconocido por unos 136 Estados, entre los que destacan algunos miembros de la Unión Europea. Suecia lo reconoció en octubre de 2014; y varios parlamentos europeos —el español, entre otros— han conminado a sus respectivos gobiernos a reconocerlo. 
  
Pero, de momento, la única opción existente sobre el terreno es el actual statu quo de ocupación y segregación, que sólo amenaza con prolongarse y producir más violencia y dolor.  Entre el mar Mediterráneo y el río Jordán sólo existe un Estado, el israelí, en el que su ciudadanía goza del respeto a los derechos humanos, las libertades civiles y las reglas del juego democrático. Paisaje del que está excluida la población palestina que, dividida en diferentes subcategorías, sufre la tiranía de la segregación y de una prolongada e indefinida ocupación militar. 
  
Como potencia ocupante, Israel tiene la capacidad —aunque no la voluntad— de poner fin a su ocupación militar y dar lugar a un Estado palestino, que coexista en paz y seguridad con el israelí. La otra opción que tiene es desmantelar su estructura de ocupación militar y segregación racial, con la integración de la población palestina como parte de su ciudadanía, dotándola de los mismos derechos que posee la israelí. Esta solución de un solo Estado, binacional, de todos sus ciudadanos, con los mismos derechos, independientemente de su origen étnico o confesional,  es la que quedaría todavía por explorar. 
  
Muchas voces, israelíes y palestinas principalmente, reclaman de manera creciente esta opción no sólo por la inviabilidad de la de los dos Estados, sino por considerarla más justa, estable y, a la larga, duradera.  Consideran que la resolución de la cuestión palestina no se reduce solamente a los territorios ocupados por Israel en 1967, sino que la raíz del problema remite a la limpieza étnica de la que fue objeto Palestina entre 1947 y 1948, durante los acontecimientos que rodearon la creación del Estado israelí. 
  
Desde esta óptica, un mini Estado palestino sólo solucionaría, en el mejor de los casos, un parte del problema, pero dejaría sin resolver la relevante cuestión de los refugiados y su derecho al retorno.  Sin olvidar la discriminación institucionalizada que sufre la denominada minoría árabe-israelí o, igualmente, los palestinos con ciudadanía israelí, integrada por 1.390.000 habitantes (el 17,6 por ciento de la población israelí); y que es percibida como una quinta columna o amenaza demográfica. Sin incluir en esta categoría a la población palestina en Jerusalén Este (330.000), por carecer de ciudadanía israelí, pese a que las fuentes israelíes suelen incluirla como parte de dicha minoría. 
  
Seguramente, a la luz de los acontecimientos violentos que se registran en Jerusalén y parcialmente en Cisjordania desde septiembre de 2015, parece una idea descabellada o, cuando menos, poco realista. Si en esta ciudad binacional de facto no pueden convivir pacíficamente palestinos e israelíes, cabe preguntarse por qué sería diferente en un futuro Estado unificado y binacional de iure. Un razonamiento similar se hacía en la Sudáfrica del apartheid ante un futuro sin segregación racial.  
  
Pero la pregunta parece trucada. La convivencia pacífica se produce en un espacio de libertad y justicia, no donde domina su privación y reina la vejación y humillación de manera sistemática y cotidiana. Desde 1967 varias generaciones de palestinos no conocen otro horizonte que la ocupación, la opresión y la discriminación. No tienen ningún porvenir ni advierten perspectivas de solución. Esta acumulada frustración explicaría los ataques individuales, de acuchillamiento, sin dirección ni organización política. Es más, reflejan también una falta de credibilidad en los distintos actores políticos y, en particular, en la Autoridad Palestina (AP), que no proporciona protección a la población bajo su administración ni frente a Israel. De hecho, esta oleada de violencia viene precedida por la de los colonos, que quemaron viva a una familia palestina en Cisjordania a finales de julio. Sin olvidar la violencia estructural de la ocupación militar.  

Franja de Gaza en 2015. Foto: badwanart0
Apartheid, resistencia y violencia 
  
No parece que estas opciones de resolución estén cercanas ni sean contempladas por los actuales dirigentes israelíes. Con uno de los gobiernos más escorados hacia la ultraderecha nacionalista y religiosa de su historia, nada indica una estrategia alternativa.  De hecho, el gobierno que preside Netanyahu se opone a toda solución que no sea la prolongación del actual statu quo. No está dispuesto a compartir el territorio con un Estado palestino, pero tampoco a conceder los derechos de ciudadanía de su Estado a la población palestina que ocupa. 
  
Por el contrario, muestra una clara disposición a mantener la ocupación segregacionista y asumir los costes de su política colonial. Su intransigencia se asienta en el tradicional respaldo e inmunidad internacional; en una potente maquinaria militar; y en un aparato de propaganda que culpabiliza a las víctimas y descalifica toda crítica a su política. Semejante atrincheramiento no es del todo ajeno a la actual coyuntura regional, de profunda inestabilidad y conflictividad, ni a la persistente debilidad y división palestina. 
  
Las revueltas antiautoritarias conocidas genéricamente como primavera árabe (2010-2011) sólo concretaron su triunfo en Túnez, con una transición a la democracia amenazada por el terrorismo yihadista y una importante debilidad socioeconómica.  En Bahréin y Egipto se ha reforzado el autoritarismo. Mientras que en Libia, Yemen y Siria la autoridad gubernamental ha menguado o desaparecido por completo debido a la confrontación civil y las intervenciones externas, dando lugar a Estados fallidos. Sin olvidar otras situaciones parcialmente similares, retroalimentadas desde mucho antes como en Irak; y las amenazas de contagio o expansión por diferentes países de la zona como Líbano y Jordania, entre otros. 
  
En suma, toda la región se encuentra inmersa en un clima de alta tensión, con diferentes registros de crisis, inestabilidad y conflictos armados. Sus rupturas internas (entre oposición y gobierno) se entrecruzan y solapan con las externas, de rivalidad regional (Arabia Saudí e Irán) e internacional (Rusia y Estados Unidos); además de las transnacionales articuladas por la emergencia y expansión del autodenominado Estado Islámico o Daesh (por sus siglas en árabe). 
  
Por su parte, el conjunto del movimiento palestino permanece débil y dividido. Junto a la creciente fragmentación territorial de Cisjordania, la separación de Jerusalén Este, y el continuo aislamiento o bloqueo de Gaza, persiste el desencuentro político entre Fatah y Hamás. Pese a las sucesivas negociaciones y acuerdos teóricamente alcanzados, ambas organizaciones han mostrado una reiterada incapacidad para apartar sus diferencias partidistas en favor de la unidad nacional. 
  
Sus discrepancias no sólo son políticas e ideológicas, sino también estratégicas sobre cómo confrontar la ocupación: resistencia armada o política y diplomática. Hamás no otorga crédito a la apuesta de la AP. Entiende que su esfuerzo de internacionalización de la resolución del conflicto (creciente reconocimiento internacional del Estado palestino y adhesión a tratados internacionales como el de la Corte Penal Internacional) no va a ningún sitio sin el respaldo de un poder efectivo sobre el terreno. Mientras que la AP responde que la alternativa armada no conduce más que a un círculo incesante de destrucción y sufrimiento. 
  
A estas diferencias se suma la creciente contestación interna a la actual dirección de la AP, incluso dentro de las filas de Fatah, el partido gubernamental.   Sus críticos se centran en la figura de Abbas, a quien reprochan no haber nombrado sucesor, no convocar elecciones, ni adoptar reformas para acabar con la corrupción en su administración; además de mostrar un creciente autoritarismo hacia las voces críticas y disidentes. 
  
Con este panorama no parece que Israel priorice negociar o llegar a un arreglo con la AP, salvo mantener la coordinación en materia de seguridad. Ante su hipotético deterioro o suspensión, el gobierno israelí está adoptando medidas frente a lo que entendería como un colapso de la AP por incumplir la función que unilateralmente le ha asignado, de subcontrata de la seguridad de la ocupación. Por el contrario, su principal atención se focaliza en los cambios que se están produciendo en la región. En particular,  en el ascenso regional de Irán; y, tras sellarse el acuerdo nuclear en Viena, en julio de 2015, en su creciente rehabilitación internacional después de cuatro décadas de aislamiento. De hecho, las principales intervenciones militares israelíes en el conflicto sirio se han dirigido contra Hezbolá, que en la actualidad es el más importante aliado de Teherán al otro lado de sus fronteras.    
  
No obstante, es de temer que la apuesta israelí en sus tradicionales bazas estratégicas no esté obteniendo los resultados esperados; e incluso en algunos casos produzca efectos contrarios a los buscados. En el espacio exterior su imagen se ha visto crecientemente desacreditada. El movimiento del BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) gana cada día nuevas e importantes adhesiones en la sociedad civil transnacional o global. Mientras que en el ámbito interno su  (etno) democracia se degrada y vacía de contenido en favor de la supremacía racial y mayoría demográfica judía. Su corrupción moral también tiene efectos perversos en la propia ciudadanía israelí. La nueva ley fiscalizadora de las ONG que reciben fondos del exterior busca acallar a los sectores críticos con su política de ocupación. 
  
Más allá de las diferentes coyunturas, una cosa parece asegurada: mientras persista la política de ocupación y apartheid se seguirán produciendo nuevos ciclos de protestas y violencia, que se suceden a lo largo de cerca de cinco décadas de ocupación, prolongando un sufrimiento innecesario, que afecta principalmente a los palestinos, pero también a los israelíes.

(*) José Abu-Tarbush es profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna. Editor del blog Panorama Mundial de Tendencias21. Este artículo se publicó originalmente en el Informe 2015-2016 de IGADI Con el título Palestina (2015): ¿normalizando la ocupación y el apartheid? Se reproduce con autorización.